Pensar, decir y hacer: responsabilidad de la 4T
Vicente Morales Pérez
Amables lectores, este 5 de noviembre se conmemora el Día Internacional del Cuidador. Este día fue instaurado por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 2014, con la intención de sensibilizar y crear conciencia sobre esta noble actividad que es desarrollada por familiares, amigos, profesionales de la salud y voluntarios; consiste en cuidar a pacientes cuyo estado de salud les ha quitado autonomía personal y social, y necesitan del cuidado permanente de otra persona. En esta ocasión no escribiré sobre política, quiero dedicar esta columna a las mujeres y hombres que están sacrificando su vida para ayudar a otra vida. Reciban con estas líneas mi reconocimiento, admiración y respeto.
En una sociedad cada vez más centrada en la eficiencia y la productividad, existen profesiones y roles que, a pesar de su importancia fundamental, siguen siendo invisibilizados. Uno de estos es el de las “personas cuidadoras” y que son mayormente familiares, quienes asumen la responsabilidad de cuidar a pacientes o enfermos que no pueden valerse por sí mismos debido a enfermedades crónicas, discapacidades o la vejez. Aunque este papel es esencial para el funcionamiento de las familias y la sociedad en general, su impacto emocional, económico y social ha sido históricamente subestimado, dejándolos en una situación de vulnerabilidad a menudo olvidada. La pregunta que surge es: ¿quién cuida al cuidador?
El rol de las personas cuidadoras es muchas veces asumido por familiares, en su mayoría mujeres, que dejan de lado sus proyectos personales y profesionales para dedicarse al cuidado constante de un ser querido. Este trabajo, aunque no remunerado, es fundamental para la calidad de vida del paciente, y permite a los sistemas de salud pública y privada aliviar una carga significativa en cuanto a la atención médica de largo plazo.
Sin embargo, esta dedicación, que debería ser reconocida y apoyada, a menudo pasa desapercibida. Las personas cuidadoras no son consideradas como profesionales en su campo, pese a que desempeñan múltiples tareas que van desde la administración de medicamentos hasta la gestión de las necesidades emocionales y psicológicas del paciente. Además, muchas veces las personas cuidadoras no reciben la formación adecuada, lo que puede generar inseguridades y complicaciones tanto para ellos como para la persona bajo su cuidado.
El cuidado constante de un ser querido enfermo puede ser emocionalmente agotador. Las personas cuidadoras a menudo experimentan un agotamiento psicológico que se traduce en estrés, ansiedad y depresión. La dedicación plena a las necesidades de otro ser humano, día tras día, puede llevar a la “fatiga por compasión”, una condición que se caracteriza por el desgaste de energía emocional.
El aislamiento social es otro de los efectos emocionales comunes. Las personas cuidadoras suelen sacrificar su vida social y sus momentos de ocio para estar disponibles en todo momento. Esto puede generar sentimientos de soledad y desvalorización, ya que se ven atrapadas en una rutina de cuidado constante, sin poder desconectar de la responsabilidad.
Lo más grave es que el sufrimiento emocional de los cuidadores no siempre es reconocido, lo que refuerza la sensación de que su dolor es “normal” o “parte del trabajo”. ¿Quién está dispuesto a escuchar al cuidador cuando él o ella son los que están siempre disponibles para los demás? Esta desconexión emocional y social de los cuidadores puede generar una espiral de agotamiento y depresión. El impacto económico de ser una persona cuidadora es considerable. Aunque muchas veces estas tareas se realizan de manera no remunerada, las personas cuidadoras hacen sacrificios significativos que afectan su estabilidad económica y su calidad de vida.
A menudo, las personas cuidadoras deben enfrentarse a una doble carga: por un lado, el trabajo físico y emocional de cuidar a otro ser humano, y por otro, el impacto de tener que renunciar a sus propios proyectos personales y laborales. En muchos casos, los cuidadores no cuentan con ningún tipo de compensación económica ni de seguridad social que les respalde, lo que genera una sensación de inequidad y desamparo. Incluso cuando se ofrece apoyo en forma de ayudas gubernamentales o programas sociales, estos suelen ser insuficientes o difíciles de acceder, dejando a los cuidadores con pocas opciones para aliviar su carga económica. El cuidado es, ante todo, una responsabilidad colectiva. Si la sociedad valora y apoya a las personas cuidadoras, todos saldremos ganando, porque el bienestar de los más vulnerables depende, en última instancia, de los cuidados que reciban, y esos cuidados solo serán efectivos si quienes los brindan reciben el respaldo que merecen.
Es necesario plantearnos la pregunta ¿quién cuida al cuidador? Es imperativo reconocer el impacto emocional, económico y social que conlleva ser una persona cuidadora, y actuar en consecuencia para que esta labor, fundamental para el bienestar de todos, sea reconocida, apoyada y respetada.
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