Envejecer con Auschwitz; recuerdos de los últimos supervivientes

Cuando su mirada se posa en las fotos de sus padres y sus hermanas asesinados por los nazis, Szmul Icek siente un escalofrío. Su cuerpo tiembla, sus ojos se humedecen 75 años después de haber escapado al infierno de Auschwitz.

Durante las últimas semanas, la AFP entrevistó a una decena de supervivientes del más conocido de los campos nazis de exterminio donde fueron asesinados más de un millón de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

Tres cuartos de siglo después de la liberación de Auschwitz, un campo situado en Polonia entonces bajo ocupación alemana, los últimos supervivientes viven, pese a su avanzada edad, con la marca física y mental de su número de prisionero tatuado en el antebrazo izquierdo.

Con los años, la tinta ha ido perdiendo color, la piel está arrugada, los tatuajes se camuflan entre los pliegues del tiempo, al igual que la memoria colectiva del Holocausto del que son los últimos testigos, los últimos supervivientes, las últimas voces de un infierno que pone en duda alguna retórica antisemita.

Algunos supervivientes han aprendido su historia de memoria para convertirse en la memoria viva, multiplicando las conferencias y los viajes a los lugares del genocidio. Presione el “play” y le recitarán sin inmutarse la historia del Holocausto con todo detalle, su propia historia.

Otros están tan deteriorados que ya no tienen fuerzas para hablar; a algunos el Alzheimer les ha borrado la memoria; y otros todavía recuerdan pero nunca quisieron estar bajo la luz de los proyectores, y vivieron incluso con “vergüenza” el haber sido víctimas de Hitler.

Es el caso de Szmul Icek, de 92 años y nacido en Polonia, que al principio de su relación con su esposa Sonia le ocultó que había sobrevivido a Auschwitz. La pareja, que vivió mucho tiempo en Bélgica, mantiene en las paredes de su departamento en Jerusalén dos fotos “en blanco y negro” muy diferentes.

Una es de los padres de Szmul -su padre Abraham, con tupida barba negra, al lado de su madre Gucia, que fija la mirada en el objetivo. Y otra es de sus dos hermanas mayores, bellas y trágicas.

A principios de 1942, la publicidad animaba a las familias a enviar a sus hijos a la Gestapo, a cambio de protección.

Las dos hermanas, para salvar a la familia, se presentaron. Se fueron pero nunca las volvieron a ver. Nunca. No sabemos qué pasó con ellas”, dice Sonia por su marido Szmul, que apenas puede hablar ya que un accidente de coche le dejó afásico.

Con un polo azul claro, la cabeza sin pelo con manchas propias de la vejez y cubierta con una kipá, el antiguo número 117568 de Auschwitz se comunica sobre todo a través de los ojos. Su pupilas se dilatan, su boca se bloquea, su cuerpo se crispa con el recuerdo del destino de sus hermanas y de sus padres.

La separación 

Un sábado de 1942, casi un mes después de la desaparición de sus hermanas, los alemanes se llevaron al resto de la familia: sus padres, dos hermanos y él.

“Cuando llegó a Auschwitz, descendió del tren y le agarraba la mano a su padre como un niño. El alemán los separó, su papá subió a un camión… Lloraba, quería estar con su papá, pero el alemán dijo: ‘no, tú allí”.

Szmul nunca volvió a ver a su padre, que fue directo a la cámara de gas. Y solo vio a su madre de lejos. Adolescente, pasó dos años y medio en Auschwitz.

Su voz se aclara brevemente, su piel se enrojece todavía hoy con el recuerdo del campo. “No es posible, no es posible”, dice apretando su cuello con las dos manos para representar la muerte en su entorno.

Al igual que Szmul, Menahem Haberman, nacido en Checoslovaquia en 1927, era adolescente cuando llegó a Auschwitz y fue separado de su familia. Los dos hombres quizá se cruzaron en el campo, pero no se conocen pese a que viven en la misma ciudad, Jerusalén.

Memoria de cristal, casi quirúrgica, Menahem Haberman recuerda que le llevaron del campo a la orilla de un curso de agua y de haber recibido una pala.

Había un canal y había que correr de cada lado y echar la ceniza al agua. No sabía lo que hacía. Cuando regresé le pregunté a un señor mayor: ‘¿Qué he hecho?’ Me preguntó cuándo había llegado y le respondí: ‘Ayer’. Y me dijo: ‘toda tu familia fue reducida a cenizas en este canal cuatro horas después de su llegada’. Es ahí como comprendí dónde estaba”.

“Todos los días pienso en ello, sobre todo la noche. Está muy profundo. 75 años después, vivimos con ello, no se olvida, no se puede olvidar”, dice Haberman en una residencia de personas mayores donde vive solo.

“Somos supervivientes, no rescatados. Guardamos los campos en nuestra carne”, dice todavía intrigado por el misterio de su propia supervivencia. “He conocido tantas personas que eran mejor que yo. ¿Por qué ellos murieron y por qué yo sigo con vida?”.    

La separación de los padres, de los hermanos, que tantos no volvieron a ver, está marcada a fuego en los supervivientes que llegaron a los campos de la muerte siendo niños o adolescentes.

El terror y el hambre

En su pequeño departamento en las afueras de Tel Aviv, Malka Zaken, de 91 años, vive rodeada de muñecas, algunas todavía en sus envoltorios de cartón y plástico. A otras, les habla. “No te preocupes Sean, no es alemán, no me va a llevar”, dice a una de las muñecas, bautizada con un nombre estadounidense, a la llegada de un periodista.

Sus recuerdos se mezclan, su discurso se nubla, pero el trauma de Auschwitz sigue vivo. Para escapar, Malka trata de refugiarse en un pasado lejano, antes de la guerra, en Grecia, donde vivía con sus padres y sus seis hermanos.

“Cuando era pequeña mi madre me compraba muchas muñecas, pero a ella los nazis la quemaron directamente. Cuando estoy con las muñecas, me acuerdo de ella, es como cuando era una niña en casa, pienso en ello todo el tiempo”, dice esta señora que pasa sus tardes viendo telenovelas románticas bajo la mirada de su cuidadora asiática.

En Auschwitz, “nos pegaban todo el tiempo, estábamos desnudas y nos pegaban… no me olvido de nada, no me olvido de lo que sufrí, de los golpes que me dieron. ¡Qué infierno! No sé cómo pude sobrevivir”, dice Malka mientras muestra su espalda. “Tras la liberación, no dormía, me despertaba por la noche gritando, tenía miedo y durante mucho tiempo recibí ayuda psicológica”.

La mirada un poco perdida en su apartamento lleno de muñecas y peluches, sus anillos presos en sus dedos deformados, su tatuaje 76979 eliminado bajo su piel de pergamino, Malka recuerda también a sus amigas asesinadas por los nazis, a las que sobrevivieron pero fallecieron después.

Y está el recuerdo del miedo de ser enviado a la cámara de gas y el del hambre. Esa máquina trituradora de judíos hace que el hambre atenace las entrañas, consuma el cuerpo y lo reduzca a un esqueleto.

Este sentimiento de hambre, Saul Oren, que ha vivido sin una foto de su madre asesinada y de cuyo rostro trata todavía de recordar en los cuadros que pinta en su casa, lo define todavía con mayor claridad.

Nadie puede imaginarse cuán duro era el hambre en Auschwitz. Nos daban, por ejemplo, una sopa. Una sopa que era agua con algunos trozos de papa que flotaban en ese líquido. Era la sopa para todo el día. O nos daban una pequeña papa o nos daban un trocito de pan. No nos comíamos todo el pan porque lo queríamos guardar para después porque a lo mejor no podíamos soportar el hambre”, dice este hombre enjuto de 90 años.

También vivió el hambre en la “marcha de la muerte”, cuando, con la llegada de los aliados, los nazis forzaban a los prisioneros de los campos de concentración como Auschwitz a caminar en pleno invierno para llevarlos a Alemania y a Austria.

“Caminamos 12 días, prácticamente sin comer… nos paramos en un bosque, encontramos un caballo muerto, todos nos precipitamos sobre el animal. Cada uno tomó un pedazo”, recuerda Oren. 

Danny Chanoch, un judío procedente de Lituania, recuerda haber caminado días y días con un frío polar, y rascaba el suelo con la esperanza de llegar a la hierba helada bajo la nieve para comer algo. Todavía recuerda las imágenes de supervivientes que comían, dice, la carne de prisioneros asesinados por los alemanes.

“La gente no podía soportar el hambre, y recuperaron carne humana y la cocieron. Y sabíamos que se trataba de una línea roja: no comer humanos y no robar el pan de los camaradas”, cuenta Chanoch, que también pasó por los campos de Mauthausen y Gunskirchen, donde fue liberado.

– La justicia –

Después de la guerra y siendo niño sin un centavo, Danny Chanoch encontró a su hermano Uri. Fue en Bolonia, Italia. Un italiano les tomó una foto. Y la imagen color sepia de los dos jóvenes hermanos en zapatillas, sin familia, está colgada en su vivienda rodeada de limoneros en un pueblo con clima y ritmo mediterráneo, entre Tel Aviv y Jerusalén.

Suele soltar peroratas filosóficas acordándose de los campos: “A veces me digo: ¿cómo habría podido vivir sin Auschwitz?”. “Esto me ha permitido no olvidar lo esencial, de hacer lo que me apetecía hacer. Me llevaron ahí, es una parte de mi vida”, dice. “Sobrevivir es la regla del juego. La vida es una cuestión de milímetros y de segundos, una cuestión de saber dónde estás y en qué momento. Y yo creo que este (instinto) corre por mis venas”.

Desde Italia, Danny y su hermano emigraron clandestinamente a Palestina, entonces bajo protectorado británico. Otros supervivientes del Holocausto llegaron más tarde a una tierra que se convertiría en un país, Israel, y que rápidamente promulgó una ley que castigaba con la pena de muerte los crímenes contra el pueblo judío, contra la humanidad y los crímenes de guerra.

Esta ley ayudó a colgar a Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS responsable del envío de los judíos a los campos de la muerte, capturado 15 años después de la guerra en Argentina y juzgado en Jerusalén. Un proceso faro.

Para Shmuel Blumenfeld, el caso Eichmann supone un punto de inflexión en la historia.

Con 94 años, con número de interno 108006, guarda en su casa un saquito con la tierra del lugar donde todos los miembros de su familia fueron asesinados. Fue uno de los guardianes de Eichmann en la cárcel. Se codeó con el diablo, le habló, le dijo que había vencido…

“Un día que le llevaba la comida, subí la manga para que viera mi número tatuado. Lo vio pero hizo como si nada. Terminó de comer y le pregunté en alemán si estaba bueno. Dijo que sí, le propuse si quería más, dijo que sí y le volví a servir. Después, le volví a mostrar mi número de Auschwitz y le dije: ‘tus hombres no terminaron el trabajo, pasé allí dos años y sigo con vida”, recuerda Blumemfeld, al reconstruir la escena en alemán antes de traducirse él mismo al hebreo.

En una ocasión, Eichmann gritó quejándose de que no lograba dormir, que había mucho ruido. Y le dije: no estamos en la oficina de Adolf Eichmann en Budapest, estás en la oficina de Schmuel Blumenfeld”, dice sentado con la mirada fija en el periodista. “Mi madre me dijo: ‘Nunca olvides que eres judío y le obedecí'”, dice este hombre que hizo su carrera en los servicios penitenciarios israelíes.

“Vivir para contarlo”

No olvidar, pero también transmitir. Pese a la edad, Schmuel Blumemfeld sigue yendo a Polonia con grupos de jóvenes israelíes. Pero algunos cónyuges de estos supervivientes se esconden a la llegada de los periodistas de la AFP, cansados de escuchar estos recuerdos terribles, de vivir con el fantasma de los campos.

Elegante, enérgica, ferozmente independiente, Batsheva Dagan solo pensaba en una cosa cuando escapó a la muerte: “Vivir para contarlo”. Casi con 95 años, esta mujer que trabajó en el corazón del campo de Birkenau, el “Kanada”, depósito de las pilas de zapatos y objetos confiscados a los detenidos, y tenía que quemar las maletas de los judíos que llegaban al campo, escribe libros para niños sobre el Holocausto.

“Estuve allí 20 meses en total; 600 días con sus noches”, repite. “Calcula las horas y los segundos, pensando que en cada segundo existe el miedo a morir. ¿Te das cuenta de lo que quiere decir vivir cada instante con la amenaza de que este momento es el último?”.

¿Cómo enseñar todo esto a los jóvenes? “Trato de hacer de mi experiencia en el campo algo positivo para los niños, educativo. No cuento solo el horror del Holocausto, sino también las cosas maravillosas, como la ayuda, el apoyo mutuo, la capacidad de compartir un pedazo de pan, la amistad… Seguimos siendo seres humanos”, dice. “Estoy viva… He sufrido pero he vencido”.

Cuentan su “victoria” en poemas, en sus memorias, pero sobre todo en cada día que viven, cada vez que sus hijos pasan a hacerles una visita, que sus nietos consiguen un logro en la vida, cada vez que su mirada se posa en las fotos de familia, allí donde los retratos de los padres asesinados están cerca de los de los hijos de los que sobrevivieron.

Szmul Icek, después de haber escondido su tatuaje de Auschwitz toda su vida, disimulado bajo las mangas largas de las camisas ha empezado a mostrarlo estos últimos años. “Tú no querías mostrarlo. Ahora, lo primero que haces cuando entras en un taxi, es eso”, le recuerda su esposa Sonia, mostrando el antebrazo tatuado.

Era como si fuera vergonzoso… Le dije: ‘tú estuviste en un campo, debes estar contento de haber vuelto'”, dice Sonia, que también tuvo que esconderse durante la guerra para que no la deportaran a los campos de la muerte.

Sentado al lado de su esposa, Szmul consigue pronunciar dos palabras antes de empezar a llorar: “he ganado”.

Pero “ganar, nunca”, dice su esposa. “El perdió a sus hermanas, a sus padres. No ganó nada. No, no. No hemos ganado pero hemos instruido a nuestros nietos para que comprendan lo que ocurrió”.